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05 febrero, 2006

Fallo I Certamen Internacional de Cuento Visceralia 2006

Fallo I Certamen Internacional de Cuento
Visceralia 2006


Con fecha 6 de febrero de 2006, en Santiago de Chile, Visceralia Ediciones tiene el agrado de comunicar al público los resultados del I Certamen Internacional de Cuento Visceralia 2006.

De un total de 479 obras recibidas vía correo ordinario y electrónico, pertenecientes a 332 autores residentes en los países de Hispanoamérica y colonias latinas en EE.UU. y Europa; considerando 1 descalificación por no cumplir con el requisito de inedición de la obra y 1 por no estar escrita en castellano; se desprende el resultado siguiente.

El jurado estuvo compuesto por los señores:
• Patricio Mujica Urzúa, escritor
• Tomás Reyes Barros, escritor
• Gabriela Núñez Aliaga, escritora
• Luisa Ballentine, editora
quienes determinaron en un fallo unánime e inapelable, otorgar los tres primeros lugares y seis Menciones de Honor a los cuentos que a continuación se señalan.

1º Lugar: Charol-espejo. Autor: Alberto Elías Alabí. Argentina.
Premio: Edición de un libro de cuentos, regalo y diploma.

2º Lugar: Un tiroteo en casa de la Sra. Noemí. Autor: Maik Ávila Sulbarán. Venezuela.
Premio: Regalo y diploma.

3º Lugar: En el país del diablo. Autor: Guillermo Eduardo Pilía. Argentina.
Premio: Regalo y diploma.

Menciones de Honor

Bastón rojo y blanco. Autor: Claudia Martínez Echeverría. Chile.
Premio: Regalo y diploma.

Amanece. Autor: Horacio José Godoy. Argentina.
Premio: Regalo y diploma.

Aquellas lágrimas color chocolate. Autor: Oscar Enrique Muntané. Argentina.
Premio: Regalo y diploma.
Novela que termina. Autor: Saturnino Rodríguez Riverón. Cuba.
Premio: Regalo y diploma.
El Moco. Autor: Paula Prengler. Argentina.
Premio: Regalo y diploma.
Se ve que hoy no es su día, Octavio. Autor: José Luis Carrasco. Chile.
Premio: Regalo y diploma.

Previamente, se determinó un grupo de finalistas que, además de los mencionados títulos merecedores de reconocimiento, estuvo compuesto por los cuentos siguientes:

Enterrarlo más cerca del cielo. Autor: Ernestina Anchorena, Argentina.
Las diosas también roncan. Autor: Javier Cánaves Orell, España.
Redención. Autor: Jorge Eduardo Alfonso Morales, Uruguay.
Piedras. Autor: Yolanda Arroyo Pizarro, Puerto Rico.
Niebla. Autor: Gabriel López Nieto, Colombia.
Reencuentro con Electra. Autor: Reynaldo Santa Cruz, Perú.
El otro mesías. Autor: Reynaldo Santa Cruz, Perú.
Declaración en contra. Autor: Fabio Javier Echarri, Argentina.
Le temps de vivre. Autor: Óscar Sipán Sanz, España.
Los novios. Autor: Raúl Silanes, Chile.
Burro. Autor: Alberto Ramos Barranco, España.
Las visitas. Autor: Martín Jali, Argentina.
Urbis et Orbis. Autor: Miguel López Fernández, España.
Noticia conocida. Autor: Emilio Chandía López, Chile.
It’s Over. Autor: Ernesto Marcos, Argentina.
Olea Martínez. Autor: Rudy Trujillo Gallegos, Chile.
Un anillo de brillantes. Autor: José Luis Carrasco, Chile

Visceralia Ediciones, como señalan las bases del certamen cuyo fallo es la presente declaración; se reserva el derecho de editar si así estima conveniente, una compilación con las mejores obras.

Acerca de la convocatoria, el jurado señaló:

La gran convocatoria de este concurso nos ha ofrecido la más variopinta muestra de la narrativa breve generada en lengua española. Como en todo certamen de estas características, la calidad de los trabajos recibidos fue acorde a la diversidad de estilos, objetivos y pretensiones (tanto de los autores como de sus textos), lo que ulteriormente redundó en la enorme dificultad de emitir un fallo sin dar pasos en falso. Por lo mismo, los relatos de gran factura han sido finalmente reconocidos en su justo mérito, no sin un arduo esfuerzo de evaluación y discusión al interior del Jurado.
Todos los trabajos premiados, huelga decirlo, son relatos realmente notables, y tenemos la convicción profunda de haber seleccionado los mejores; si éstos, en efecto, no son más que la puerta de entrada a la obra de sus autores, entonces podemos confiar en que la sangre del oficio de contar historias en español seguirá viva en ellos.


La abismante cantidad de trabajos recibidos aseguraba un trabajo arduo. Y lo fue. El proceso fue largo pero cauteloso, procurando dejar en última instancia a los que, bajo ninguna duda, fueran los mejores cuentos recibidos. La calidad general fue ampliamente heterogénea, el jurado se esmeró en identificar las creaciones sobresalientes por distintos elementos y nos vimos sorprendidos al reconocer una gran variedad de estilos, de ideas, de planteamientos y de historias disímiles. La decisión final fue tomada con paciencia, se buscó y se encontró unanimidad, y me quedo con la seguridad de que hemos premiado a los mejores trabajos de los 479 recibidos. Las obras premiadas merecen el reconocimiento porque sobresalen, de una u otra manera, de lo que abunda y que, por cierto, también abundó en los trabajos recibidos, y no sólo sobresalen contando cosas no contadas, o estructurándose de manera novedosa, sino que lo hacen por su ingenio, por su agilidad, por su grandeza, por la genialidad que oculta cada detalle, y los autores deben, sin duda alguna, esmerarse por seguir desarrollando los talentos que hemos tenido el privilegio de disfrutar.

Acerca del primer lugar, el jurado señaló:

Charol-espejo es un cuento en el que forma y fondo se fusionan de manera notable en un retrato descarnado y furibundo de la miseria y de lo que a través de ella puede vivir el hombre. A través de un estilo particular, y haciendo uso de la realidad tanto como del recuerdo, el autor construye la historia desde el personaje, de modo que el texto completa su circularidad en él: es un relato que no podría vivir (ni vivirse) desde otra perspectiva. Por lo mismo, el trasfondo sociológico que brota de cada palabra se cristaliza en la perplejidad con la que el lector asiste a una realidad de cuya existencia sabe, pero de la que no tiene real conciencia. En Charol-espejo se revela, entonces, y con la fuerza de aquella verdadera realidad, una ventana -las persianas descorridas- al abismo de la injusticia y de la abyección que se extiende, desde la más tierna infancia hasta el horror de la senectud, por las calles de la ciudad.

Es vital que la narrativa contemporánea hable de sus problemáticas, introduzca los retratos del porvenir e impregne de futuro cada obra a través de su presente. Encontré ese rastro en Charol-espejo. Encontré la fotografía necesaria que debe aportar la literatura al mundo sobre su momento particular y la frescura única que posibilita escribir desde donde uno está.
La construcción del personaje principal de este cuento es, simplemente, soberbia. Se desprenden de su fisonomía y psicología muchos otras redes que apuntan hacia infinitas temáticas de la Latinoamérica de hoy.
Este cuento situado geográficamente en la Argentina, bien puede representar cualquier realidad de los países cercanos; y ese valor innegable hace gala, además, de un estilo exquisito donde la profundidad de las ideas está seguida y sustentada en una narrativa impecable, directa, cruda y viva. Absolutamente viva. Muchas felicidades.


El autor de Charol-espejo logra manejar con genialidad una historia que se encierra en la vida de un mismo personaje pero que se presiente extrapolable a una realidad mucho más amplia, cierta y cercana. Y es que reconocemos a simple vista que es más que la historia de un lustra botas que lucha por un lugar en la calle, que es la historia de la supervivencia, de la lucha contra la propia circunstancia.
Charol-espejo ofrece un mensaje potente, una advertencia, un reflejo siniestro y crudo, una ley del más fuerte insuperable y penosamente útil. El lustrabotas que antes fue pequeño, que ahora es dueño de su acera, al que ahora le lustran los zapatos, acarrea costras que son ahora un orgullo de batalla.
Enmarcado en un estilo pulcro y preciso, Charol-espejo nos sorprende y nos maneja, nos hace aceptar lo antes inaceptable al congeniar con la vida del personaje, y, por tanto, con la vida misma. La narración nos restriega en la cara que todos tenemos un poco de bestias de ciudad.


Se fija como fecha para la entrega de los reconocimientos procedentes, el mes de mayo del año 2006 y la ciudad de Santiago de Chile. Ambos estimativos.

Asimismo quedan en constancia desde ya y a disposición del público, las bases para el II Certamen Internacional de Cuento Visceralia 2007.

Visceralia Ediciones agradece a los participantes y felicita a los ganadores.

1º Lugar Certamen Internacional de Cuento Visceralia 2006

Charol-espejo
Autor: Alberto Alabí

CHAROL - ESPEJO

Vos debés ser nuevo, ¿no?; ¿tenés hermanito? A tu edad yo también ya lustraba. A veces se me da por acordarme; no sé, será la edad o el cajoncito. Yo también tenía cajoncito hechizo, sin banqueta, me sentaba en un tarro de leche Nido. Pero me acuerdo que la moda obligada (sin resentimiento, no te creás) era casimir inglés con chalina de alpaca sobre los hombros (¡había que tener chalina de alpaca!) Los zapatos tenían que ser Guante prusianos, el sombrero de fieltro con visera volcada, la camisa Lavilisto blanca y Atkinson detrás de la oreja para los grandes. Bidú, Gomicuer, suspensores Casi, Far-West, Glostora y pastillas Volpi para los chicos. Digo para los hijos de padre con chalina (esta bigornia está chueca)

Yo lustraba en la Belgrano y Necochea, me decían Hijito. Era el preferido de los subtenientes del 2 de Montaña, porque nadie dejaba las botas como yo. Primero una desbarrada general. Ahí nomás el Monje Negro preparada con saliva pura, una cepillada rapidita y el tincazo en la puntera para cambiar de pie. Mientras se oreaba la pata izquierda, repetía en la derecha. Después una castigada furiosa de paño blanco con el trapo de algodón. Ahí la bota quedaba caliente y sobre el pucho una untada generosa de Guasinton marrón militar. Primero la caña, bajar despacio hasta la capellada y rematar con la zurda el contrafuerte y con la derecha la puntera. Parece que le hacía como cosquillas, porque en ese momento el milico dejaba de mirar a las chuchetas del centro y clavaba la vista sobre la nuca de un servidor. Cuando me daba cuenta de que el coso me estaba mirando, sacaba los peludos y soltaba la fiesta: ponía los dos cepilllos en la derecha y -mientras me hacía el de buscar en el cajón- tiraba un cepillo al aire que pegaba un mortal limpísimo, pero yo me hacía el ocupado más en la búsqueda que en los malabares. El cepillo volador daba dos vueltas impecables en el aire y caía siempre contra la espalda del que quedaba en la mano. Yo (¡mentira!) seguía atareado buscando en el cajón, ¿ves? Cuando decidía encontrar la cera, remataba el acto con un salto mortal triple del volador y lo dejaba clavarse pelo a pelo con el de la mano. Esto almidonaba al militar y entonces remataba el acto con una rutina fragorosa de paño galopeado -previo toque de cera por toda la bota-. El final me dejaba la misma sensación que te da comer puchero, no sólo por el jueguito de los cepillos, que era como condimentar el plato, sino por el resultado charol-espejo de la bota; era como el eructo de la satisfacción. Después, como de postre, una franeleada con el trapo con la propaganda de Delgado -para relajar ¿ves?-, y terminaba el acto con una sonrisa de nene inocente. ¡Mira vos, nene inocente, ja! (calzá el cajón que está en falsa escuadra)

Me encantaba la palmada de los subtenientes rubios y de bigotes que me pagaban sin esperar el vuelto (no, papá, primero sacá el barro) Pero me ponía como loco cuando me decían “Pibe, sos un campeón” No por lo de campeón, sino que pibe me sonaba a porteño, ¿ves?; se me hacía que no estaba en esa esquina, sino en Buenos Aires, y que los milicos rubios eran mis amigos. ¡Fijate, un lustrín amigo de los porteños y de los milicos! (la botamanga, levantá la botamanga)
Para esa época, mi mamá ya pedía (¡guarda la media, pendejo!) A mí me daba una rabia bárbara que pidiera cerca de donde yo lustraba, porque todos me jodían. Los únicos que no me jodían eran los milicos, pero los otros me volvían loco. Es que mi vieja era muy joven todavía. De ahí me quedó el apodo de "Hijito", todos me decían Hijito (¡que te parió, guarda la media!) El que empezó creo que fue el moto Borsa, ya no vive. La miraba a la vieja como para dibujarla. Puta, y yo le rogaba que no cruzara la calle cuando los autos tenían luz alta, porque se le traslucían las piernas, pero ella nada. Era como hacerme la contra, cruzaba justo cuando el moto Borsa o el loro Chorbandi acomodaban los diarios junto a mi cajoncito. Yo de rabia lustraba como loco, me desquitaba con los trapos y ni escuchaba lo que me decía la vieja, porque me daba cuenta de que estaba presumiendo: hablaba para los otros, decía cualquier cosa; no sé, me contaba que había comprado carne para el almuerzo, pero siempre la morfe era mate y bollo, o decía que se había cruzado con mi maestra y a mí me habían echado como dos años antes (¡eh!, ¿qué me querés romper el tobillo?) Para colmo, hablaba a los gritos... Es que era joven, ¡qué querés! Gracias a Dios que los malevos se cortaban cuando ella estaba cerca y medio que se ponían respetuosos conmigo (ojo, la media) Pero lo único que yo quería era que se fuera. Finalmente se iba y era la misma sensación de volver a tragar aire, como cuando me nebulizaban en el hospital. Pero el remanso no duraba mucho porque, bien se alejaba la vieja, desaparecía el respeto contenido y de nuevo comenzar las historias de carne, saliva y gritos en las que mi mamá era siempre la actriz principal, ¡moto hijo de puta! (¡apretá el trapo, maricón!)

Para lustrar en la Belgrano y Nechochea hay que ser pesao (¡poné más pomada, carajo!) El lugar se gana a lo macho y a lo macho me lo gané. Antes no era como ahora, no, antes había escalafón jerárquico, y tuve que desplazar al titular por la razón o la fuerza (¡no, no, dejalo que se oree más!) En orden ascendente fueron: el ciego Abán (violín estallado contra el piso); Vidalita Tolaba (sustracción de bicicleta y lesiones en el cuero cabelludo); la Calandria Vega (atenciones sexuales); el Pocoto Abeijón (amenaza de incendio en el domicilio particular) Llegar a instalar el cajón en la Belgrano y Necochea no sólo me costó las maniobras anteriores sino caerle simpático a Borsa y Chorbandi. Costó bastante, pero de a poco me los fui ganando; claro que tuve que comerme muchas delicadezas referidas a mi madre. Lo fiero no eran las bromas, sino esas risas gritadas como alaridos con las que se festejaban las ocurrencias -sonaban como despertadores dentro de una olla, como cajas de herramientas derramadas en un confesionario-. Pero algún sapo hay que tragarse. ¡Pobre vieja!, en esa época todavía sabía vender flores (primero calentá con el cepillo y después pasá el trapo, chambón)

Los pobres nunca pueden ser felices del todo, ya te vas a dar cuenta, changuito. Cuando logré instalar el cajón en la esquina, no pudimos celebrar como corresponde porque justo se había muerto la criatura. No es que no tuviera pena, no, pero había logrado un lugar tan importante que quería estar alegre (aflojá los cordones y meté la pomada debajo de las trenzas, no, en los dos, ¡boludo!) Me duró poco la alegría porque como a la semana empezó a caer mi vieja. Se había atado el pelo con un pañuelo verde y acarreaba al hermanito muerto como si estuviera vivo; ya se le notaba una cosa rara en los ojos. Al principio no dije nada, pero como a los dos meses la cosa seguía, entonces empecé a hacerme el que no la conocía (mirá, la próxima mancha y no te pago ni mierda) ¡Qué querés! era visitarme todos los días con el fiambrecito. ¿Vos has tocado el cuerpito frío de un bebé muerto? La verdad es que estaba muy frío, ¡puta, eso era lo que me impresionaba! La pobre vieja me saludaba, hacía que lo besara en la frente helada y se me instalaba en el descanso de mármol de la farmacia para amamantar a la criatura muerta. Así estaba durante horas, cambiando de teta al cadáver de mi hermanito muerto, hasta que había que levantar el cajón y rajar para la casa. Para colmo yo tenía que cocinar y volver. Y volver era volver a escuchar las historias de Borsa, que sin sacarme la risa de encima decía que «todo era nada más que para mostrarle las tetas» (¡que te reparió, la tinta está aguada!, limpiá, limpiá. ¡No!, con el trapo limpio, ¡pelotudo! )

La calle te enseña de todo. La calle es de nadie y te la tenés que ganar. Es cosa de ver quién es más macho. Primero, llegás y tenés que aguantar, después vas midiendo al más blando y lo apretás, después al otro y al otro. Después te ganás un puesto y esperás, siempre hay un momento para ascender o para desquitarte porque esa es la ley de la calle: vengarte o ascender. La calle siempre te da desquite. Pasan autos y alguien -sin querer- empuja a alguien, eso es desquite; se le muere un pariente a un lustra y cuando vuelve del velorio, su lugar ya está ocupado, eso es ascenso. Pero en la ley de la calle nadie pide explicaciones ni por el puesto perdido ni por el accidente dudoso. Entonces, casi sin querer, vas sabiendo de qué se trata. Y, de repente, sos el dueño de la calle y organizas a los lustras para que trabajen para vos, eso da guita. Entonces te entran a respetar. Y ahora sos el dueño de la calle y ya no tenés que lustrar, ahora te lustran y te respetan. Ya no le tenés miedo al moto Borsa -porque murió en un accidente-, y el loro Chorbandi festeja tus ocurrencias con esas carcajadas de fierrerío estallado en el piso. Ahora sos vos el de este casimir inglés y esta chalina de alpaca...

— ¡Pero qué carajo tengo que contar esto!... Lustrame, pendejo. Lustrá bien, carajo. Terminá rápido que ahí viene la loca del pañuelo verde... ¡Yo no sé qué mierda le tengo que contar esto a un pendejo como vos!... ¡Lustrá, carajo!

2º Lugar Certamen Internacional de Cuento Visceralia 2006

Un tiroteo en casa de la Sra. Noemí
Autor: Maik Ávila



UN TIROTEO EN CASA DE LA SRA. NOEMÍ

Para Josmy

El sargento Frúcfran, pegado a las latas, aventura un ojo en el filo de la casa: desde aquí hasta la mata de manzanitas que se ve chiquita allá en el fondo, el patio está sin un alma. Para qué negarlo, piensa; eso le alivia la respiración. El sargento ya les señalaba con la mano a los suyos que lo siguieran cuando ¡cucucuidado mi sasargento!, el sargento se tira detrás de la pipa de agua disparando hacia la ventana en la cual se habían asomado los brazos de dos malos, ¡pa! ¡pa! ¡pa! ¡pa!, el tiroteo dura y dura hasta la ronquera casi. Luego, un descanso, un silencio de ambos bandos para reponer la voz que es casi como decir reponer las balas. El sargento respira detrás del tonel que milagrosamente no deja escapar el agua por los múltiples orificios seguramente causados por los impactos. Voltea Frúcfran: el cabo Estróg (un subalterno) aceza bajo la cayena, con el brazo a dos cuartas de un mojóndeperro seco. Aguanta la risa el sargento al percatarse de dicho detalle porque, en caso de burlarse de él, el cabo Estróg lo acusa y ¡pa’dentro Junior!, fin de la aventura por el día de hoy. Los otros dos buenos que lo acompañan se escudan tras las gaveras de refrescos. Leo sosteniendo al Nono que quiere salir a disparar, a que lo maten, y aunque viéndolo bien él lo que hace siempre es estorbar, sería uno menos en las menguadas filas de los buenos: la moral se resquebrajaría aún más.

El cabo Estróg mira al sargento como diciéndole qué hacemos mi sasargento, o como diciéndole ah veverga Jujunior estáis agüeboniao, la propróxima vez soy yo e-el jefe. De pronto, una figura fucsia se lanza a atravesar el patio y el sargento ¡pa! ¡pa! ¡toñao! ¡toñao!; la figura fucsia llora con arrechera: uno menos de los malos. Sonríe grillúo el sargento.

Pero ahora... ¿a dónde va el cabo Estróg arrastrándose? (Ya le pasó por encima al mojón, como él no es quien lava, ahora lo acuso), se arrastra, se arrastra, desbarata un hormiguero, se arrastra, llega hasta la mata de guayabas y comienza a trepar. El sargento no lo regaña ni le dice nada porque sabe que, si le habla, los malos descubrirán el movimiento y Estróg es hombre muerto, pero está esperando a que el cabo voltee para acá para mentarle la madre con la mirada, qué importa que la progenitora de Estróg sea la misma señora María madre del propio sargento: cuando uno está cumpliendo su deber de policía no puede andar con sentimentalismos tontos, eso es de hembrita.

Y el sargento no es hembrita y se ríe al darse cuenta de que su memoria le dispone ese miércoles que recién pasó, cuando le tumbó al Chicho (de frente) a Karina, después de prestarle a ella la petaca pa’ que se la llevara. El sargento tiene en el chor la carta de anoche, esa que ella le devolvió esta mañana, y confía en que la mujer de sus ilusiones estará allí a las ocho. Se sonríe y alza la vista y ve una joroba blanca en el cielo y en mitad de la joroba está la figura a contraluz del cabo Estróg que avanza cauteloso, encaramado en las latas del techo para sorprender al grupito de malos emboscados dentro de la casa. El sargento se ríe: sabe que los malos no se lo esperan, buena idea del cabo Estróg, hay que felicitarlo a lo que termine todo. El cabo se agarra duro de la antena de televisión (fabricada con un palo y dos tapas de ventilador), se agarra con una mano y un pie, y deja guindar medio cuerpo, mete la mano por la misma ventana en la cual antes asomaron los malos, ¡pa! ¡pa! ¡pa!... pero fracasa. En la parte de atrás de la casa estallan las risas sanas y salvas y jodedorcitas de los malos. El sargento y los otros dos buenos salen a insultar al cabo Estróg que se descuelga por fin del techo y aterriza en un matero grande que queda convertido en dos medios materos chiquitos.

“¡Por vos, por vos, casi nos rejoden, mardito!”

“¡Seguime grigritando pa’que veáis cocomo le digo a mamá queque me templaste el pepelo y me revolcaste, gorda piona!” (Mardito Alecsande, dejá que te agarre descuidao).

El sargento tiene una idea estratégica profunda. Deja a Leo y al Nono cuidando al preso Rísmil y le advierte a Leo que no esté queriendo manosear a Rísmil que en realidad se llama Maryenis y es alborotadita, porque si se pone bobo se le escapa. Leo asegura que váyase tranquilo mi sargento y ya están Frúcfran y el cabo Estróg en el callejón de la casa, encaramados encima del montón de piezas de carrocería pecosas de óxido que cortan el paso, el sargento riéndose por dentro del hecho de que Leo ni siquiera nombre técnico tiene, pendejo; cuando cada quien –buenos y malos– había escogido el suyo y le preguntaron y vos cómo te vais a llamar, dijo: Leo, qué más. El cabo, en cambio, no se ríe por dentro pero ya le puso el ojo a uno de los platos de majarete que están enfriándose en la primera ventana junto a la cual tienen que pasar, y dos segundos después no es el ojo lo que le pone sino la mano, y medio instante más tarde tampoco es la mano sino los dientes. Se quema. El sargento lo manda a callar, que los descubren, quién ha visto un cabo de la policía llorando, ma ma marico y si me quemé llora el cabo Estróg. Siguen avanzando. Pasan junto a la segunda ventana y de la casa sale un ¡pa!, de la cocina, y tanto el sargento como el cabo apuntan pero con un demasiado tarde pintado en las caras. Respiran, sin embargo, al ver que no eran los malos sino el mardito vacilador del Naik, el hermano grande de Josmi (Josmi es Trág, el jefe de los malos); Naik los vio por la ventana mientras se lavaba las manos en el lavaplatos y los asustó con su pá, marico Naik nojoda. Siguen avanzando.

A la una, a las dos y a las ¡saltan! ¡Pa, pa, pa, toñao, toñao! disparan barriendo con quien sea que esté en el patio, menos con la señora Noemí que está en la batea y no les hace ni caso, aunque según las leyes de la puntería profesional debería haberse ido de jeta encima de la espuma de lavar. Ahora se escuchan las carcajadas al otro lado, en el frente de la casa. ¿Será posible que nos vacilen siempre? ¡Segurito que rescataron al preso y mataron a Leo y al Nono!

El sargento y su hermanito menor el cabo Estróg quieren salir pidiendo taima, pero Trág el cabecilla de los malos les grita desde allá desde no verlos: ¡no hay taima! y los otros malos, llamados You, Frínfil y ¡el propio Rísmil, el preso –ahora liberado–, por lo visto! les hacen uhú uhú mamando gallo, y se carcajean. El cabo y el sargento se miran con ganas de matar a esos desgraciaos. Voltean velozmente al oír un jadeo a sus espaldas, apuntan rápido, esperen, soy yo soy yo, es Leo con la lengua de corbata por la carrera, se salvó, no es tan pendejo después de todo. ¡Pendejo, dejaste ir al preso! Mi sargento, perdóneme, me cayeron entre todos, al Nono lo mataron, yo me les pude escapar de casualidad.

Quedamos tres contra cuatro, piensa preocupado el sargento. ¿Y qué se hicieron ellos? Yo los vi que cogían la calle, creo que iban pa’que Claret a pedir agua. Claro, piensa el sargento, saben que, si beben aquí, los rejodemos descuidaos. ¡Pero eso es picardía!, dice. El cabo Estróg le aclara pepero sa sargento, los malos hacen picardía po po porque paeso son los malos. Y el sargento Frúcfran entiende entonces que están perdidos. La única oportunidad que les queda es irse pasito a poco hasta que Claret y agarrarlos descuidaos. Les comunica su plan a sus dos compañeros y se ponen en marcha. Con gran cautela avanzan hasta el frente, encorvados, abren cuidadosamente para que no chirríe el portón, salen a la calle de arena, oyen un motor que viene, se pegan al bahareque de enfrente para que pase con toda su bulla el camión de pepsi, aguantan hasta la respiración a medida que les va quedando más y más cerca el portón del garaje de que Claret, y más cerca, avanzan con los cuerpos y las mejillas pegadas al muro, ahí viene la mancha en la pared (de cuando Petróleo borracho se abrió la cabeza contra ella), pasan la mancha, aquí viene la ese de se vende esta casa, pasan la última a, aquí viene el portón. Se detienen. Tienen que entrar con cuidado, no sea que los estén esperando. Se mueven un centímetro, en fila pegados aún a la pared de la casa de al lado de que Claret, otro centímetro... Y entonces ¡pa, pa, pa! Se oye a sus espaldas, ¡todos se tiran al suelo!, el sargento Frúcfran se barre beisbolista levantando un tierrero y aterriza entre los pies de una vieja que iba pasando, pa, pa, pa, y la vieja ¡muchachos del coño, a que te acuso con tu madre, gordito, me hubieras tumbao, me hubieras tumbao, vos no sabéis que yo sufro del corazón! Se pierde rezongando más allaíto, en la entrada de su rancho y entonces el sargento, el cabo y Leo, tirados en la calle de arena, se dan cuenta de que los tiros que originaron el incidente los hizo Nono, mardecío coñito, andá vete pa´llá Nono que a vos te mataron, desde cuándo, pa pa pá dice el Nono apuntando y ahogado de la risa, por eso es que a mí no me gusta jugar con carajitos de cuatro años.

A todas estas, los malos no han recalado por ninguna parte, qué se habrán hecho. El sargento Frúcfran imparte instrucciones nuevas, vos Leo vais a entrar a que Claret a revisar y si los veis los chuleáis pa’que te persigan. Álex y yo esperamos escondidos detrás del bahareque y cuando salgan los matamos a todos. Comprendido, mi sargento. Sasargento, sasargento, alza la mano al cabo. Qué pasa, pregunta Frúcfran. Pa’la próxima, yo no me llamo Álex, yo me llamo cabo Estróg. Tiene razón, cabo, disculpe la molestia. No hay proproblema mi sargento.

Leo entreabre el portón, sudando, su mano agarra el borde y lo va abriendo lento, lo abre un centímetro, sintiendo los latidos en la garganta, en las sienes, abre otro centímetro más, late en las muñecas, hasta en las orejas, abre un poquito más, sudando, como si fuera él una figura de piedra despertando, como si no se tratara de abrir un portón sino de desarmar una bomba. Leo está en cámara lenta, y así entra. Lo único que ve es el callejón de la casa vacío y muchos cauchos amontonados allá en el fondo, atrás. Mira al techo, nervioso: nada. Mira hacia arriba de la enramada. Nada. Sólo el chungchungchungchung del ventilador al que le falta aceite, sonando desde el cuarto, dentro de la casa. Oye allí ruidos bajitos, voces como cuchicheando, y se pone mosca. Cierra un ojo y aplica el otro a la rendijita que deja la cortina y la boca se le va abriendo boba poco a poco porque el hilo de su mirada se ha conectado con la pantalla resplandeciente de un televisor del cual provienen los ruidos mínimos, porque está a bajo volumen, y en el cuadrado luminoso unos pistoleros acribillan bajito a un policía que susurra un grito, sin esquivar detalles sangrientos; la caída de la víctima se congela diminuta en la pupila de Leo, y siente que la escena es para él, para sus ojos y sus oídos aguzados, y también para algo que empieza a despertársele por los lados del miedo, cuando nota algo duro encajado detrás del cuello, ¡pa, pa!, muerto Leo, eliminado por el propio Trág, el jefe de los malos. Pero con los tiros y el olfato y el instinto se ha despertado el dóberman de Claret, y tanto el muerto como el que lo mató tienen que correr a ganar la calle con peligrosos ladridos a dos centímetros de sus fondillos, rápido, rápido, a la verga.

Desde el bahareque, el sargento y el cabo se asustan al oír la gritería y los ladridos, tanto que hasta se olvidan del plan de ataque y salen corriendo a esconderse en el patio de la Sra. Noemí, antes de que los malos los vean y los eliminen también. Oyen carreras a sus espaldas y, sin voltear a mirarlos, saben que son ellos, los malos. Rápidos, se meten por lo más espeso de las matas. El patio de la casa es enorme, afortunadamente. Rompen una que otra telaraña mientras avanzan agachados. Llegan al final del patio. Respiran. Aquí están a salvo por ahora. ¡Pero esto no ha terminado! Escuchan, alertas. Las voces de los malos están preparándose allá, dentro de la casa. El peligro continúa. El sargento Frúcfran aparta con cuidadito unas hojas y por el hueco ve venir a la mamá de ambos (él y Estróg), la señora María: andá haceme un mandado, Álex, despojando a Frúcfran del último de sus compañeros. Ahora estará solo, frente al grupo de los malos. Mejor se hubiera metido a malo desde el principio, pero él con esa grilluéra.

¡Ya vaaaa!, grita furioso el cabo al oír el tercer Áaaleeex, y se va, a hacer el mandado que ordenó su mamá.

¿Qué hace ahora el sargento? ¿Se rinde? ¿O pelea hasta lo último como los guapos, igualito que en la televisión? El sargento suspira. Ahora está solo, escondido entre las matas, y oye las voces buscándolo. Está perdido, como aquel vaquero de la que pasaron el domingo. No se va a caer a mentiras él mismo. Se acuerda de Karina, de Karina y saca de su bolsillo Maracaibo, 20 de noviembre de 1985, en la letra de la señora Noemí que fue quien le hizo el favor de escribir mientras él dictaba, porque al sargento no se le entiende bien la letra (lo rasparon por tercera vez en segundo grado y tiene que repetir el año que viene), Querida Karina, te escribo esta corta cartica, claro, el sargento no le iba a decir querida Karina esta carta te la está escribiendo la Sra. Noemí, te escribo esta corta cartica para decirte que yo te quiero mucho y como yo te quiero espero que tú me quieras a mí, y el sargento sonríe leyendo, está contento aunque sabe que dentro de breves instantes lo van a matar, Espérame mañana a las 8 de la noche en la esquina de que la Sra. Ramona, mañana ya es hoy, ¿irá ella? ¡Ojalá que vaya, Diosito! Yo no te he vuelto a hablar más desde el día que tú me cacheteaste, porque a mí me sintió mucho, pero a pesar de todo yo te sigo queriendo, que si la quiero, piensa, nojoda que si la quiero, lo que la quiero es verguita, Espero que no dejes de ir mañana para que hablemos y decidamos todo, –por supuesto que la Sra. Noemí retocó algunas partes por su propia iniciativa–, que hablemos y decidamos todo, para decirte en persona todo lo que te escribo aquí, (Espero que esta carta no la lea tu mamá), claro, es que si la lee esa señora, al sargento lo acusan y se le desbarataría la existencia, Recibe un beso y un abrazo de tu Junior, Diosito ojalá que vaya, ojalá que vaya y se oyen unas ramas rotas: el sargento guarda rápido la carta y mira a su derecha. Si pudiera llegar hasta el jergón viejo aquél, me meto por el hueco de la cerca y salgo a la casa de la señora Reina, doy la vuelta por la otra calle, les salgo por el otro lado y los friego a todos.

El sargento no pierde nada con intentarlo, cuenta tres y se lanza con todo, pero ¡pa pa pa pa pa pa pa pa pa!, lo estaban esperando y el sargento rueda, rueda, rueda en una agonía espectacular, y entonces es que se da cuenta de los temblores del mundo: los racimos haciendo así en el copito de la mata de mangos, la antena de parrillas de abanico en aquel zinc del techo, los cadáveres de las petacas atrapados en el cable, Espérame mañana a las 8 de la noche en la esquina de que la señora Ramona. El sargento ve los dedos índices de los malos echando humito todavía, el sargento musita un marditos, se le borra el mundo al sargento.

Los malos y alguno que otro cadáver organizan unas metras de hoyito mientras el cuerpo del sargento queda a medio sol dispuesto para el olvido. Entonces, desde una ventana surgen las palabras ¡Junioooor el almuerzo!

A las 8 de la noche en la esquina de que la señora Ramona, y el sargento resucita de entre los muertos.
1988

3º Lugar Certamen Internacional de Cuento Visceralia 2006

En el país del diablo
Autor: Guillermo Pilía
EN EL PAÍS DEL DIABLO

La provincia en que está fundada dicha isla
llamáronla Trapalanda, y fue siempre tal la
fama de su riqueza, que se han hecho exquisitas
diligencias para su descubrimiento, con aparatos
militares muy costosos.
Padre Lozano


Simón, El Mestizo, iba por delante; de tanto en tanto detenía su caballo, se erguía sobre los estribos, oteaba el horizonte; a veces aspiraba profundo, como olfateando el viento —ese viento duro que cortaba las orejas y agrietaba los labios y que a ratos traía el olor de muy lejanas quemazones—; o desmontaba para mordisquear los pastos y poder trazar los derroteros de las aguadas.

Detrás marchaba don Iñigo, enhiesto sobre su montura, la mirada siempre perdida en el más allá, obseso en la búsqueda de esa tierra ignota a la que algunos nombraban Trapalanda.
Y más rezagado aún don Conrado, al que llevaban en angarillas, con su pierna rota y entablillada; don Conrado, con sus ojos azules como los de la imagen de Jesús Amoroso que en otro tiempo su cofradía paseaba por las chatas calles de Santísima Trinidad de Buenos Aires.

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Buenos Aires era entonces apenas un nombre sepultado entre otros muchos de una fabulosa geografía: la tierra de los antropófagos, más allá del cabo Santa María, o la de los hombres con rostros de perros de los que hablaba Ramírez, o de los trogloditas que habitaban en cavernas subterráneas. Pero en la mente de los amos no estaban esos prodigios, sino la renombrada región de Trapalanda, que algunos llamaban Linlín y otros Los Césares.

Nadie sabía cuál de los dos había embarcado al otro en esa empresa: si don Conrado a don Iñigo, tras infinitas tardes de lecturas fabulosas; si éste a don Conrado, después de escuchar a los viajeros que entraban a Buenos Aires por el sur, como el polvo al que traía el pampero. Pero ya desde mucho tiempo atrás andaban recopilando escritos y relatos sobre regiones abundantes en metales. Como esa relación de fray Juan de Rivadeneyra que informaba que

“...quedan todos en Asunción limando las armas para emprender aquella gran noticia y entrada que llaman del César. Que tiene mucha fama de ser la tierra más rica y abundosa del mundo y que tiene en todo ese Perú grandísima suma de gente en un pie, para probar en ella su aventura”.

O la del teniente López de Vergara, que terminara sus días en un asilo del Tucumán:

“La capital de Trapalanda es una fortaleza inexpugnable donde se levanta un Templo como no hay otro en la tierra. Su nombre es Casa de Oro, y en él se adora la más grande imagen del Sol, forjada en este metal e incrustada de pedrerías; posee una puerta al Oriente que lo inunda de luz con los primeros rayos de la mañana, y sus cornisas y frisos son todos de oro, y las paredes y techumbres están forradas de oro y de plata, y de oro son asimismo las cañas, las mazorcas y las ovejas del jardín santo del templo; ningún hombre se atreve a pasar por su calle sin quitarse el calzado.

“No sólo este templo, ni los otros trescientos con que cuenta, sino también la ciudad entera, es casa y morada de los dioses, y en ella no hay fuente ni paso ni pared que no narre algún misterio.
“Los palacios están ornados con riquezas sin número, y las avenidas son tan espaciosas que pueden marchar por ellas varios ejércitos ataviados de guerra, y no hay caminante por ágil que sea que no se fatigue al intentar recorrerlas.

“Toda la ciudad está enchapada en el oro abundante que producen las minas de las provincias, y las herramientas para labrar, las vasijas de las bodegas, los utensilios de cocina son de metales preciosos.

“El lujo de las fiestas del emperador sobrepasa al que desplegaron los de Roma y los de Persia; y el poderío de sus tropas ha llevado su esplendor más allá de los desiertos salitrosos, las cumbres coronadas de nieve y las selvas plagadas de mosquitos; pueblos de lenguas y costumbres bárbaras doblaron hace mucho tiempo las rodillas ante este poderoso señor: el que tiene la cabeza nimbada de luz, el que hace que la noche resplandezca como el día, el que disipa la enfermedad y la ignorancia, el que navega en la copa de la aurora, el que combate, en fin, con las armas de la mañana...”

Pero esa tierra —Los Césares, Linlín o Trapalanda, a la que otros llamaban La Sal— nunca tuvo en las cartas una ubicación precisa.

“Está entre Chile y el Estrecho, y de Buenos Aires para abajo, hacia el cabo Blanco”, decían algunos. “Es entre Chile y la Mar del Norte y a las espaldas del Arauco”, afirmaban otros. En un mapa, entre los ríos Tubichaminí y Desaguadero, se anotaba esta misteriosa leyenda: “Los Césares, si les hay”. En otro, en forma categórica, junto a las lagunas de Guanacache, decía: “Alrededor de las lagunas hay muchas poblaciones de indios que llaman Césares”.

¿Cómo llevar a buen puerto una entrada en la que el derrotero era tan endeble como la confusión de nombres? Pues lo que en Chile llamaban La Sal y Trapalanda, por Córdoba se mentaba como Linlín, y en Perú lo mismo Trapalanda que Los Césares.

Alguien propenso a las fábulas geográficas tal vez pensara que nada de eso era casual: que el país que buscaban se trasladaba de un lugar a otro del desierto; que aparecía y desaparecía como la isla de San Brandán, de la que daban cuenta los marinos.

Otros, inclinados a lo místico, quizás pensaran que si don Conrado y don Iñigo se habían embarcado en la empresa, había sido porque la Providencia había querido que así purgaran los pecados de sus abuelos, oscuros oficiales en España enriquecidos en poco tiempo con aquel oro inciensado del saqueo de Roma.

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El baqueano que los conducía era por todos conocido como El Mestizo, pero nadie sabía a ciencia cierta de dónde había arribado. A ninguno inspiraban confianza sus ojos amarillentos, como los de los perros cimarrones, ni su sonrisa llena de falsía. Sólo los amos lo respetaban, ciegos al instrumento de la propia perdición.

El Mestizo los guiaba por el vuelo de las aves, el color de la luna, el perfume del viento: técnicas que tenían que ver más con la magia que con la ciencia geográfica o la navegación. Pues un baqueano es como un timonel en seco. Y cualquiera que haya conocido esos arrabales del mundo, que tanto esfuerzo costaron a España, sabrá que esa llanura infinita es lo más parecido a la inmensidad del océano, con sus calmas y sus borrascas, con sus monstruos y sus leyendas.
Habían partido de Santísima Trinidad de Buenos Aires en el mes de marzo —que es en tales latitudes el albor del otoño— y tomaron el rumbo sudoeste, como buscando el país en el que nace el viento pampero.

Después de unas semanas de marcha comenzaron a transitar por una tierra desconocida al hombre blanco. Tierra de decepción, infinitamente lejana de la que escucharan describir en Sevilla, en Santiago o en Buenos Aires: sólo lo ilimitado, sólo una llanura infinita, y ese cielo siempre demasiado vasto sobre sus cabezas.

A veces les salían al encuentro esos grupos desarrapados de indios amigos, de los que comerciaban cueros y plumas a cambio de aguardiente y tabaco. En otras ocasiones surgían puñados de indios belicosos, de los que venían avanzando desde el Arauco, y con los que tuvieron que combatir. En una escaramuza, en la margen izquierda de un arroyo bordeado de sauces, don Conrado cayó herido en una pierna por un tiro de bolas. Hubo que entablillársela. Y ya a partir de entonces lo tuvieron que cargar en angarillas.

Llegaron así, penosamente, a un paraje intermedio entre los arroyos que se conocerían años más tarde como Cortaderas y Quequén Grande. Sabían que el mar no estaba lejos, porque a veces el viento les traía su olor. De pronto, sin pensar, entraron en una tierra arenosa, desprovista de yerba, como una campiña recién quemada. Caminaron todo el día por ese desierto medanoso. El Mestizo los llevaba hacia el sur, con la promesa de llegar pronto al mar, pero el mar nunca aparecía.

Los indios amigos que los acompañaban empezaron a dar muestras de inquietud. El lenguaraz de la expedición les requirió los motivos. Decían que habían arribado al País del Diablo, donde nacen las tempestades de viento y del que no se logra salir sino con enfermedades, muertes e infinitos trabajos. Al lenguaraz no le pareció oportuno dar cuenta a los jefes: eran supersticiones que los indios aún no habían logrado lavar ni con el agua del bautismo. Pero pronto se agregó un elemento más para incrementar sus temores.

——————————

Primero las sintieron debajo de los cascos de los caballos, que pisaban algo duro cubierto por la arena. Después, el viento las fue dejando al descubierto en una cantidad sorprendente, que abarcaba todo cuanto alcanzaban sus ojos. Eran piedras perfectamente redondas, rojas y blancas la mayoría, azules las menos. No parecían trabajo humano, dado su número. Tal vez podía pensarse que esas piedras se habían redondeado por obra del viento, que las debía haber hecho rodar por siglos sobre el páramo arenoso. Pero la idea de que pudieran soplar allí tales vientos ya era en sí terrorífica.

El Mestizo tomó algunas de las esferas y se las llevó a los amos. Don Conrado y don Iñigo las hicieron girar largo rato, mientras escuchaban su explicación. Según el baqueano, esa tierra era el Huecuvu Mapu de los indios, el País del Diablo; y esas piedras, para los salvajes, estaban hechas por el Maligno, que con la uña del pulgar les trazaba un surco en el ecuador. Efectivamente, muchas de ellas presentaban esa hendidura.

El Mestizo no parecía impresionado por tales historias. Por el contrario, comentó que esas esferas eran muy apreciadas por los indios de la Sierra del Volcán, que las usaban para bolear la caza. Una de ellas seguramente le había roto la pierna a don Conrado. Después agregó, con su sonrisa falsa, que las azules eran consideradas preciosas por su rareza, y que podían ser de gran utilidad para el trueque cuando llegaran a Linlín o Trapalanda.

Entonces la codicia se encendió en los ojos negros de don Iñigo, que en esa mala tierra parecían más negros aún, como tostados en las llamas del infierno. Ordenó a los hombres que cargaran cuantas piedras pudieran, especialmente las azules, como si se tratasen de todos los tesoros de El Dorado o del Rey Blanco.

Pasaron ese día y dos más abocados a tal tarea. Los más sensatos veían con preocupación esa demora, porque el agua era escasa y corrían el peligro de morir de sed, o al menos de que murieran las caballadas. Pero más que la sed les inquietaba a muchos el ánimo de los amos. Era como si ese país exacerbara sus vicios y maldades.

En una ocasión, dos hombres sorprendieron una conversación entre El Mestizo y don Iñigo. Ambos coincidían en que don Conrado era un estorbo para la empresa y que sería más provechoso abandonarlo en ese lugar. Don Iñigo se justificaba en que, con esa pierna rota, su destino sería de todos modos la muerte, ya que si no lo mataban las fiebres lo haría tarde o temprano la gangrena.

Era verdad que don Conrado estaba mal: la fiebre lo mantenía muchas horas en sopor; y la pierna herida, por debajo de las tablas y las vendas, iba tomando un tono lívido sospechoso. En los ratos de lucidez, maldecía a don Iñigo y a sus antepasados, con los que sus abuelos había tenido alguna enemistad, tal vez a causa del reparto del oro del saqueo de Roma.

El Mestizo iba de las angarillas de don Conrado a la tienda de don Iñigo, comentando una cosa acá y otra allá, avivando odios extinguidos, acrecentando codicias, fabulando quimeras.

Los demás, nada podían ni querían hacer, salvo salir cuanto antes de ese país. Y una forma de escapar era dejando que la discordia ganara a los jefes; aunque de esa forma fracasara toda la expedición, como habían fracasado todas las anteriores, comenzando por la del mismísimo Juan de Garay. ¿En todas ellas —se preguntaban— habría ido un baqueano intrigante como El Mestizo?

Quizás algún místico creyera también que los amos tenían que cumplir con su destino y cerrar en forma cruenta la llaga abierta por sus abuelos, cuando profanaron la urbe de San Pedro. Lo cierto es que nadie hizo nada, y el odio fermentó como una úlcera séptica.

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Al cuarto día, muchos amanecieron con fiebre, y el agua escasísima parecía evaporarse sobre las lenguas. Los labios se llenaban de pústulas, y algunos desafortunados se retorcían con los cólicos. Sólo El Mestizo y algunos indios habían logrado evadir la enfermedad.

Don Conrado sufría unos dolores espantosos y rogaba que le cortaran la pierna de un hachazo. Don Iñigo, por su parte, deliró durante toda la jornada, obsesionado en juntar todas las piedras azules habidas y por haber, que los habitantes de El César comprarían por su peso en oro.
Esa noche el viento castigó con mayor intensidad. Ya nadie dudaba que allí nacía, arremolinado, el pampero. Sus aullidos y el entrechocar de las esferas tapaban los lamentos de los afiebrados, las blasfemias del herido, los delirios del loco.

Nadie escuchó, en medio de la noche, el grito espantoso de don Conrado. Pero al día siguiente, la luz les mostró algo horrible: don Conrado yacía inerte en sus angarillas, con las cuencas vacías rodeadas de cuajarones de sangre. Don Iñigo no estaba en el campamento, pero lo encontraron no muy lejos de allí. Nunca se supo cómo murió. Pero en la palma de la mano tenía dos bolas marchitas, como los ojos de Jesús Amoroso, ya no tan azules como cuando estaban en el rostro de su malogrado socio.

——————————

Ese mismo día, El Mestizo condujo la expedición fuera de los médanos, y pronto encontraron agua dulce.

Pese a que algunos pidieron regresar, el grupo siguió en dirección sudoeste, como lo hicieran antes tantas otras expediciones de las que nunca más se habían tenido noticias, en busca de ese lugar ignoto al que llamaban Trapalanda, Linlín o La Sal, y por otro nombre Los Césares.

“La capital de esa tierra ignota es una fortaleza inexpugnable donde se levanta un Templo como no hay otro en la tierra. Su nombre es Casa de Oro, y en él se adora la más grande imagen del Sol, forjada en este metal e incrustada de pedrerías; sus cornisas y frisos son todos de oro, y las paredes y techumbres están forradas de oro y de plata, y de oro son asimismo las cañas, las mazorcas y las ovejas del jardín santo del templo; ningún hombre se atreve a pasar por su calle sin quitarse el calzado.

“No sólo este templo, ni los otros trescientos con que cuenta, sino también la ciudad entera, es casa y morada de los dioses, y en ella no hay fuente ni paso ni pared que no narre algún misterio.
“Los palacios están ornados con riquezas sin número, y las avenidas son tan espaciosas que pueden marchar por ellas varios ejércitos ataviados de guerra, y no hay caminante por ágil que sea que no se fatigue al intentar recorrerlas.

“El lujo de las fiestas del emperador sobrepasa al que desplegaron los de Roma y los de Persia; y el poderío de sus tropas ha llevado su esplendor más allá de los desiertos salitrosos, las cumbres coronadas de nieve y las selvas plagadas de mosquitos.

“Los que han tenido la fortuna de ver estas maravillas ya no reflejan en sus ojos más que el oro de Trapalanda: tienen los ojos amarillos como los alcaravanes, como los perros cimarrones que llegan hasta las puertas de las ciudades en busca de carroña...”

Simón, El Mestizo, siempre iba por delante. De tanto en tanto detenía su caballo, se erguía sobre los estribos, oteaba el horizonte; a veces aspiraba profundo, como olfateando el viento; o desmontaba para mordisquear los pastos y poder trazar los derroteros de las aguadas.
Detrás iba una tropa harapienta y desgreñada, una confusión de hombres que ya no eran blancos ni indios, bocas reventadas de pústulas, ojos enajenados, todos arrastrando improvisados carros repletos de piedras redondas, rojas y blancas la mayoría, azules las menos.
De vez en cuando El Mestizo acercaba a esos carros la cabalgadura y tomaba media docena de bolas; las acariciaba largo rato, como perfeccionando sus superficies; y antes de devolverlas al montón, sin que nadie lo viera, les trazaba un profundo surco con la uña del pulgar.

En el País del Diablo pertenece al libro de cuentos inédito De estas crueles provincias

04 febrero, 2006

II Certamen Internacional de Cuento Visceralia 2007

II Certamen Internacional de Cuento
Visceralia 2007


Bases

Con el objetivo de fomentar la creación literaria, Visceralia Ediciones convoca al II Certamen Internacional de Cuento conforme a las siguientes bases:

De la participación:

I. Podrán participar autores de cualquier nacionalidad con originales inéditos escritos en castellano, cuyas obras cumplan rigurosamente con las características siguientes:
• Mecanografiados
• Extensión: mínima de 3 carillas y máxima de 10
• Fuente: Arial Nº 12
• Espaciado: espacio y medio
• Hoja: tamaño carta (21,59 x 27,94 cms.)
*Quedan imposibilitados de participar de la convocatoria los familiares directos de quienes componen Visceralia Ediciones y los ganadores del Primer Premio del certamen, hasta tres años después de obtenido.

II. El tema es libre. Los originales deberán ser inéditos, formar parte de un volumen de cuentos y no haber sido premiados ni encontrarse pendientes de fallo en cualquier certamen. Esto incluye los formatos electrónicos: los cuentos participantes no podrán constar en ninguna plataforma de difusión al momento de ser enviados. De descubrirse a un autor en falta, se descalificará la obra. Cualquier situación de plagio se resolverá según la ley chilena y el infractor quedará inhabilitado de por vida para formar parte de cualquier proyecto de Visceralia Ediciones.

III. Cada autor podrá presentar un solo cuento original, el que deberá adjuntarse por quintuplicado, y ser firmado con seudónimo. En sobre cerrado aparte constarán los datos del autor: nombre completo, dirección, teléfono, correo electrónico y seudónimo al que corresponden. Las obras que no cumplan con alguna de estas características serán descalificadas.

De los plazos:

IV. El plazo de presentación de originales comienza el miércoles 1º de marzo y finaliza el jueves 30 de noviembre de 2006 impostergablemente. Deberán ser remitidos a Visceralia Ediciones, Huérfanos 3044, Santiago Centro, Santiago. Las obras enviadas desde dentro de Chile sólo se recibirán a través de correo ordinario; mientras que los autores residentes en el extranjero, podrán enviarlas a través del mail: visceralia.ediciones@gmail.com bajo el asunto “CONCURSO 2007” adjuntando un archivo en donde se incluya el cuento sin firmar y otro donde consten sus datos personales. Las obras que no cumplan con alguna de estas características serán descalificadas.
*No se recibirán sobres entregados personalmente bajo ninguna circunstancia.
*Los correos electrónicos deben contener dos archivos de word únicamente: el del cuento y el de los datos.
*Se recibirán sobres posteriores al 30 de noviembre siempre que en el matasellos conste un envío dentro de la fecha.

De los premios:

V. Se reconocerán tres lugares y cinco Menciones de Honor. Se establece como premio único para el ganador del certamen, la publicación de un libro de cuentos (tirada de 100 ejemplares) de un mínimo de 80 páginas, del cual recibirá parte de los ejemplares. Esto significa que los participantes deben contar con material suficiente para ser incluido. De modo contrario, la organización se reserva el derecho de declarar desierto el primer lugar y publicar a los siguientes.

VI. Durante los tres meses siguientes al fallo se llevará a cabo el trabajo de edición e impresión del libro de cuentos del ganador, estableciendo su fecha de lanzamiento para el mes de julio de 2007; ocasión en que se llevará a cabo la premiación de todos quienes obtuvieren algún reconocimiento por parte del jurado.

VII. El segundo y tercer lugar recibirán un regalo de reconocimiento más un diploma y carta de certificación del premio obtenido. La entrega se realizará durante la ceremonia de premiación, en el mes de julio de 2007. Si los autores residen en el extranjero, les serán enviados a través del correo, previa presentación de la excusa por la no asistencia.

VIII. Las cinco Menciones de Honor recibirán un diploma y una carta de certificación del reconocimiento obtenido. La entrega se realizará durante la ceremonia de premiación, en el mes de julio de 2007. Si los autores residen en el extranjero, les serán enviados a través del correo, previa presentación de la excusa por la no asistencia.

IX. Visceralia Ediciones se reserva el derecho de editar, si así lo determina, una compilación con los mejores cuentos que hayan sido presentados; además de difundir y publicar en los medios que estime conveniente, los cuentos finalistas.

X. Los autores conservan el derecho de autor de todas sus obras siempre. Visceralia Ediciones poseerá el derecho de impresión por las primeras 4 ediciones del libro del ganador.

Del jurado:

XI. El Jurado, que podrá declarar desiertos los premios, estará compuesto por integrantes del comité editorial de Visceralia Ediciones y reconocidos miembros del mundo literario.

XII. El fallo del Jurado tendrá lugar durante la primera quincena del mes de abril de 2007 en fecha que oportunamente se indicará. Los ganadores y las Menciones de Honor serán informadas y se dará a conocer públicamente el resultado del certamen.

Consideraciones generales sobre el proceso:

XIII. Los originales no premiados serán destruidos inmediatamente después del fallo, por lo que se recomienda a los autores conservar copias de los mismos.

XIV. Cualquier situación no prevista en estas bases, será solucionada a través de la organización. No se mantendrá correspondencia con ninguno de los concursantes.

XV. Todas las fechas estipuladas en las presentes bases son susceptibles de aplazamiento en caso de que la presentación de obras supere el número esperado. Esto con el objetivo de que el jurado tenga el tiempo suficiente para fallar.

XVI. La participación en esta convocatoria implica la aceptación total de sus bases y del fallo del jurado que será inapelable. Visceralia Ediciones no es responsable por el conocimiento parcial de este documento, debido a informaciones emanadas de otras entidades y de la no publicación completa del mismo.