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05 febrero, 2006

3º Lugar Certamen Internacional de Cuento Visceralia 2006

En el país del diablo
Autor: Guillermo Pilía
EN EL PAÍS DEL DIABLO

La provincia en que está fundada dicha isla
llamáronla Trapalanda, y fue siempre tal la
fama de su riqueza, que se han hecho exquisitas
diligencias para su descubrimiento, con aparatos
militares muy costosos.
Padre Lozano


Simón, El Mestizo, iba por delante; de tanto en tanto detenía su caballo, se erguía sobre los estribos, oteaba el horizonte; a veces aspiraba profundo, como olfateando el viento —ese viento duro que cortaba las orejas y agrietaba los labios y que a ratos traía el olor de muy lejanas quemazones—; o desmontaba para mordisquear los pastos y poder trazar los derroteros de las aguadas.

Detrás marchaba don Iñigo, enhiesto sobre su montura, la mirada siempre perdida en el más allá, obseso en la búsqueda de esa tierra ignota a la que algunos nombraban Trapalanda.
Y más rezagado aún don Conrado, al que llevaban en angarillas, con su pierna rota y entablillada; don Conrado, con sus ojos azules como los de la imagen de Jesús Amoroso que en otro tiempo su cofradía paseaba por las chatas calles de Santísima Trinidad de Buenos Aires.

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Buenos Aires era entonces apenas un nombre sepultado entre otros muchos de una fabulosa geografía: la tierra de los antropófagos, más allá del cabo Santa María, o la de los hombres con rostros de perros de los que hablaba Ramírez, o de los trogloditas que habitaban en cavernas subterráneas. Pero en la mente de los amos no estaban esos prodigios, sino la renombrada región de Trapalanda, que algunos llamaban Linlín y otros Los Césares.

Nadie sabía cuál de los dos había embarcado al otro en esa empresa: si don Conrado a don Iñigo, tras infinitas tardes de lecturas fabulosas; si éste a don Conrado, después de escuchar a los viajeros que entraban a Buenos Aires por el sur, como el polvo al que traía el pampero. Pero ya desde mucho tiempo atrás andaban recopilando escritos y relatos sobre regiones abundantes en metales. Como esa relación de fray Juan de Rivadeneyra que informaba que

“...quedan todos en Asunción limando las armas para emprender aquella gran noticia y entrada que llaman del César. Que tiene mucha fama de ser la tierra más rica y abundosa del mundo y que tiene en todo ese Perú grandísima suma de gente en un pie, para probar en ella su aventura”.

O la del teniente López de Vergara, que terminara sus días en un asilo del Tucumán:

“La capital de Trapalanda es una fortaleza inexpugnable donde se levanta un Templo como no hay otro en la tierra. Su nombre es Casa de Oro, y en él se adora la más grande imagen del Sol, forjada en este metal e incrustada de pedrerías; posee una puerta al Oriente que lo inunda de luz con los primeros rayos de la mañana, y sus cornisas y frisos son todos de oro, y las paredes y techumbres están forradas de oro y de plata, y de oro son asimismo las cañas, las mazorcas y las ovejas del jardín santo del templo; ningún hombre se atreve a pasar por su calle sin quitarse el calzado.

“No sólo este templo, ni los otros trescientos con que cuenta, sino también la ciudad entera, es casa y morada de los dioses, y en ella no hay fuente ni paso ni pared que no narre algún misterio.
“Los palacios están ornados con riquezas sin número, y las avenidas son tan espaciosas que pueden marchar por ellas varios ejércitos ataviados de guerra, y no hay caminante por ágil que sea que no se fatigue al intentar recorrerlas.

“Toda la ciudad está enchapada en el oro abundante que producen las minas de las provincias, y las herramientas para labrar, las vasijas de las bodegas, los utensilios de cocina son de metales preciosos.

“El lujo de las fiestas del emperador sobrepasa al que desplegaron los de Roma y los de Persia; y el poderío de sus tropas ha llevado su esplendor más allá de los desiertos salitrosos, las cumbres coronadas de nieve y las selvas plagadas de mosquitos; pueblos de lenguas y costumbres bárbaras doblaron hace mucho tiempo las rodillas ante este poderoso señor: el que tiene la cabeza nimbada de luz, el que hace que la noche resplandezca como el día, el que disipa la enfermedad y la ignorancia, el que navega en la copa de la aurora, el que combate, en fin, con las armas de la mañana...”

Pero esa tierra —Los Césares, Linlín o Trapalanda, a la que otros llamaban La Sal— nunca tuvo en las cartas una ubicación precisa.

“Está entre Chile y el Estrecho, y de Buenos Aires para abajo, hacia el cabo Blanco”, decían algunos. “Es entre Chile y la Mar del Norte y a las espaldas del Arauco”, afirmaban otros. En un mapa, entre los ríos Tubichaminí y Desaguadero, se anotaba esta misteriosa leyenda: “Los Césares, si les hay”. En otro, en forma categórica, junto a las lagunas de Guanacache, decía: “Alrededor de las lagunas hay muchas poblaciones de indios que llaman Césares”.

¿Cómo llevar a buen puerto una entrada en la que el derrotero era tan endeble como la confusión de nombres? Pues lo que en Chile llamaban La Sal y Trapalanda, por Córdoba se mentaba como Linlín, y en Perú lo mismo Trapalanda que Los Césares.

Alguien propenso a las fábulas geográficas tal vez pensara que nada de eso era casual: que el país que buscaban se trasladaba de un lugar a otro del desierto; que aparecía y desaparecía como la isla de San Brandán, de la que daban cuenta los marinos.

Otros, inclinados a lo místico, quizás pensaran que si don Conrado y don Iñigo se habían embarcado en la empresa, había sido porque la Providencia había querido que así purgaran los pecados de sus abuelos, oscuros oficiales en España enriquecidos en poco tiempo con aquel oro inciensado del saqueo de Roma.

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El baqueano que los conducía era por todos conocido como El Mestizo, pero nadie sabía a ciencia cierta de dónde había arribado. A ninguno inspiraban confianza sus ojos amarillentos, como los de los perros cimarrones, ni su sonrisa llena de falsía. Sólo los amos lo respetaban, ciegos al instrumento de la propia perdición.

El Mestizo los guiaba por el vuelo de las aves, el color de la luna, el perfume del viento: técnicas que tenían que ver más con la magia que con la ciencia geográfica o la navegación. Pues un baqueano es como un timonel en seco. Y cualquiera que haya conocido esos arrabales del mundo, que tanto esfuerzo costaron a España, sabrá que esa llanura infinita es lo más parecido a la inmensidad del océano, con sus calmas y sus borrascas, con sus monstruos y sus leyendas.
Habían partido de Santísima Trinidad de Buenos Aires en el mes de marzo —que es en tales latitudes el albor del otoño— y tomaron el rumbo sudoeste, como buscando el país en el que nace el viento pampero.

Después de unas semanas de marcha comenzaron a transitar por una tierra desconocida al hombre blanco. Tierra de decepción, infinitamente lejana de la que escucharan describir en Sevilla, en Santiago o en Buenos Aires: sólo lo ilimitado, sólo una llanura infinita, y ese cielo siempre demasiado vasto sobre sus cabezas.

A veces les salían al encuentro esos grupos desarrapados de indios amigos, de los que comerciaban cueros y plumas a cambio de aguardiente y tabaco. En otras ocasiones surgían puñados de indios belicosos, de los que venían avanzando desde el Arauco, y con los que tuvieron que combatir. En una escaramuza, en la margen izquierda de un arroyo bordeado de sauces, don Conrado cayó herido en una pierna por un tiro de bolas. Hubo que entablillársela. Y ya a partir de entonces lo tuvieron que cargar en angarillas.

Llegaron así, penosamente, a un paraje intermedio entre los arroyos que se conocerían años más tarde como Cortaderas y Quequén Grande. Sabían que el mar no estaba lejos, porque a veces el viento les traía su olor. De pronto, sin pensar, entraron en una tierra arenosa, desprovista de yerba, como una campiña recién quemada. Caminaron todo el día por ese desierto medanoso. El Mestizo los llevaba hacia el sur, con la promesa de llegar pronto al mar, pero el mar nunca aparecía.

Los indios amigos que los acompañaban empezaron a dar muestras de inquietud. El lenguaraz de la expedición les requirió los motivos. Decían que habían arribado al País del Diablo, donde nacen las tempestades de viento y del que no se logra salir sino con enfermedades, muertes e infinitos trabajos. Al lenguaraz no le pareció oportuno dar cuenta a los jefes: eran supersticiones que los indios aún no habían logrado lavar ni con el agua del bautismo. Pero pronto se agregó un elemento más para incrementar sus temores.

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Primero las sintieron debajo de los cascos de los caballos, que pisaban algo duro cubierto por la arena. Después, el viento las fue dejando al descubierto en una cantidad sorprendente, que abarcaba todo cuanto alcanzaban sus ojos. Eran piedras perfectamente redondas, rojas y blancas la mayoría, azules las menos. No parecían trabajo humano, dado su número. Tal vez podía pensarse que esas piedras se habían redondeado por obra del viento, que las debía haber hecho rodar por siglos sobre el páramo arenoso. Pero la idea de que pudieran soplar allí tales vientos ya era en sí terrorífica.

El Mestizo tomó algunas de las esferas y se las llevó a los amos. Don Conrado y don Iñigo las hicieron girar largo rato, mientras escuchaban su explicación. Según el baqueano, esa tierra era el Huecuvu Mapu de los indios, el País del Diablo; y esas piedras, para los salvajes, estaban hechas por el Maligno, que con la uña del pulgar les trazaba un surco en el ecuador. Efectivamente, muchas de ellas presentaban esa hendidura.

El Mestizo no parecía impresionado por tales historias. Por el contrario, comentó que esas esferas eran muy apreciadas por los indios de la Sierra del Volcán, que las usaban para bolear la caza. Una de ellas seguramente le había roto la pierna a don Conrado. Después agregó, con su sonrisa falsa, que las azules eran consideradas preciosas por su rareza, y que podían ser de gran utilidad para el trueque cuando llegaran a Linlín o Trapalanda.

Entonces la codicia se encendió en los ojos negros de don Iñigo, que en esa mala tierra parecían más negros aún, como tostados en las llamas del infierno. Ordenó a los hombres que cargaran cuantas piedras pudieran, especialmente las azules, como si se tratasen de todos los tesoros de El Dorado o del Rey Blanco.

Pasaron ese día y dos más abocados a tal tarea. Los más sensatos veían con preocupación esa demora, porque el agua era escasa y corrían el peligro de morir de sed, o al menos de que murieran las caballadas. Pero más que la sed les inquietaba a muchos el ánimo de los amos. Era como si ese país exacerbara sus vicios y maldades.

En una ocasión, dos hombres sorprendieron una conversación entre El Mestizo y don Iñigo. Ambos coincidían en que don Conrado era un estorbo para la empresa y que sería más provechoso abandonarlo en ese lugar. Don Iñigo se justificaba en que, con esa pierna rota, su destino sería de todos modos la muerte, ya que si no lo mataban las fiebres lo haría tarde o temprano la gangrena.

Era verdad que don Conrado estaba mal: la fiebre lo mantenía muchas horas en sopor; y la pierna herida, por debajo de las tablas y las vendas, iba tomando un tono lívido sospechoso. En los ratos de lucidez, maldecía a don Iñigo y a sus antepasados, con los que sus abuelos había tenido alguna enemistad, tal vez a causa del reparto del oro del saqueo de Roma.

El Mestizo iba de las angarillas de don Conrado a la tienda de don Iñigo, comentando una cosa acá y otra allá, avivando odios extinguidos, acrecentando codicias, fabulando quimeras.

Los demás, nada podían ni querían hacer, salvo salir cuanto antes de ese país. Y una forma de escapar era dejando que la discordia ganara a los jefes; aunque de esa forma fracasara toda la expedición, como habían fracasado todas las anteriores, comenzando por la del mismísimo Juan de Garay. ¿En todas ellas —se preguntaban— habría ido un baqueano intrigante como El Mestizo?

Quizás algún místico creyera también que los amos tenían que cumplir con su destino y cerrar en forma cruenta la llaga abierta por sus abuelos, cuando profanaron la urbe de San Pedro. Lo cierto es que nadie hizo nada, y el odio fermentó como una úlcera séptica.

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Al cuarto día, muchos amanecieron con fiebre, y el agua escasísima parecía evaporarse sobre las lenguas. Los labios se llenaban de pústulas, y algunos desafortunados se retorcían con los cólicos. Sólo El Mestizo y algunos indios habían logrado evadir la enfermedad.

Don Conrado sufría unos dolores espantosos y rogaba que le cortaran la pierna de un hachazo. Don Iñigo, por su parte, deliró durante toda la jornada, obsesionado en juntar todas las piedras azules habidas y por haber, que los habitantes de El César comprarían por su peso en oro.
Esa noche el viento castigó con mayor intensidad. Ya nadie dudaba que allí nacía, arremolinado, el pampero. Sus aullidos y el entrechocar de las esferas tapaban los lamentos de los afiebrados, las blasfemias del herido, los delirios del loco.

Nadie escuchó, en medio de la noche, el grito espantoso de don Conrado. Pero al día siguiente, la luz les mostró algo horrible: don Conrado yacía inerte en sus angarillas, con las cuencas vacías rodeadas de cuajarones de sangre. Don Iñigo no estaba en el campamento, pero lo encontraron no muy lejos de allí. Nunca se supo cómo murió. Pero en la palma de la mano tenía dos bolas marchitas, como los ojos de Jesús Amoroso, ya no tan azules como cuando estaban en el rostro de su malogrado socio.

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Ese mismo día, El Mestizo condujo la expedición fuera de los médanos, y pronto encontraron agua dulce.

Pese a que algunos pidieron regresar, el grupo siguió en dirección sudoeste, como lo hicieran antes tantas otras expediciones de las que nunca más se habían tenido noticias, en busca de ese lugar ignoto al que llamaban Trapalanda, Linlín o La Sal, y por otro nombre Los Césares.

“La capital de esa tierra ignota es una fortaleza inexpugnable donde se levanta un Templo como no hay otro en la tierra. Su nombre es Casa de Oro, y en él se adora la más grande imagen del Sol, forjada en este metal e incrustada de pedrerías; sus cornisas y frisos son todos de oro, y las paredes y techumbres están forradas de oro y de plata, y de oro son asimismo las cañas, las mazorcas y las ovejas del jardín santo del templo; ningún hombre se atreve a pasar por su calle sin quitarse el calzado.

“No sólo este templo, ni los otros trescientos con que cuenta, sino también la ciudad entera, es casa y morada de los dioses, y en ella no hay fuente ni paso ni pared que no narre algún misterio.
“Los palacios están ornados con riquezas sin número, y las avenidas son tan espaciosas que pueden marchar por ellas varios ejércitos ataviados de guerra, y no hay caminante por ágil que sea que no se fatigue al intentar recorrerlas.

“El lujo de las fiestas del emperador sobrepasa al que desplegaron los de Roma y los de Persia; y el poderío de sus tropas ha llevado su esplendor más allá de los desiertos salitrosos, las cumbres coronadas de nieve y las selvas plagadas de mosquitos.

“Los que han tenido la fortuna de ver estas maravillas ya no reflejan en sus ojos más que el oro de Trapalanda: tienen los ojos amarillos como los alcaravanes, como los perros cimarrones que llegan hasta las puertas de las ciudades en busca de carroña...”

Simón, El Mestizo, siempre iba por delante. De tanto en tanto detenía su caballo, se erguía sobre los estribos, oteaba el horizonte; a veces aspiraba profundo, como olfateando el viento; o desmontaba para mordisquear los pastos y poder trazar los derroteros de las aguadas.
Detrás iba una tropa harapienta y desgreñada, una confusión de hombres que ya no eran blancos ni indios, bocas reventadas de pústulas, ojos enajenados, todos arrastrando improvisados carros repletos de piedras redondas, rojas y blancas la mayoría, azules las menos.
De vez en cuando El Mestizo acercaba a esos carros la cabalgadura y tomaba media docena de bolas; las acariciaba largo rato, como perfeccionando sus superficies; y antes de devolverlas al montón, sin que nadie lo viera, les trazaba un profundo surco con la uña del pulgar.

En el País del Diablo pertenece al libro de cuentos inédito De estas crueles provincias